Espero que nadie me tire de las orejas por esto, pero debo decir que cuando cerré La Catedral del Mar me sentí un poco como sin fuerzas, descontento ante una lectura que me pareció demasiado simple y casi juvenil. ¡Ojo! no quiero decir que la novela estuviese mal escrita, simplemente que me esperaba algo más, o quizá me la leí demasiado deprisa. El caso es que gracias a este libro mucha gente se enganchó a la novela histórica, género narrativo que nos está dando muchas alegrías a los lectores en los últimos años.
El caso es que cogí La mano de Fátima ante la advertencia de una historia más compleja, con un mayor riesgo narrativo. Y a pesar de que me gustó se me hizo un poco larga.
Y ahora, casi sin querer, debo reconocer que estas casi 750 páginas me han engatusado de tal manera que apenas he hecho otra cosa que sumergirme en sus páginas de forma compulsiva. Reconozco que abrí el libro sin intención de leerlo de momento, de dejarlo para más adelante por miedo a que su tamaño me ralentizase otras lecturas pendientes. Pero aquí estoy, entusiasmado con una lectura cómoda, ágil, que me ha permitido penetrar en pleno siglo XVIII de la mano de dos mujeres. ¡Y qué mujeres! Pues el autor no se ha conformado con reflejar la Sevilla y el Madrid de mitad de dicho siglo, sino que ha dotado de tal fuerza a sus protagonistas que ellas solas iluminan muchas de las escenas narradas.
Caridad, una esclava negra que acaba de obtener su libertad, y Milagros, una "bailaora" gitana de raza nos trasladan a un universo de música, contrabando, picaresca, venganzas y amor. En una época machista, llena de abusos (en toda la amplitud del término), prejuicios e intolerancia, también encontramos el honor y la lealtad en quienes menos esperamos.
Hay, además, algo significativo y que le da cierto toque personal a la novela; a pesar de señalar la realidad social de un hecho real -la persecución y arresto de todos los gitanos del reino por parte del Marqués de la Ensenada en agosto de 1949- el autor no cae en el error de agobiar al lector con términos arcaicos pretendidamente pertenecientes a la época. Ildefonso Falcones mantiene tanto en las descripciones como en los diálogos un lenguaje actual que favorece mucho la lectura. Y es que si hay algo que no me gusta nada a la hora de leer es que me indiquen qué términos son de la época o tecnicismos marcándolos en cursiva. Por suerte este no es el caso.
Una novela a ratos dura y a ratos sensual que nos asegura un buen rato y, por qué no, una mirada cómoda a un suceso nada edificante de nuestra historia.
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