Lo que más llama la atención de este libro es la meticulosidad en el uso del lenguaje, un lenguaje que no duda en acercarse al mundo que está describiendo, que busca la naturalidad antes que la pedantería, que pretende, únicamente, que el lector recorra los mismos pasos y espacios que los protagonistas; un lenguaje que evoluciona según lo hacen los distintos mundos que se describen, que trata de matizar los colores hasta el extremo, evitando que se pueda observar brochazo alguno.
González Sainz no se conforma con construir una historia, sino que crea a sus protagonistas porque cree en ellos, en la importancia de su trayectoria vital. Y además hace partícipe al lector, sabe que es este quien debe terminar la historia, de dar importancia a los tipos que él describe, da lo mismo sus nombres, que se llamen Felipe, cualquiera de los Felipes, o Juan José o Asun, cada uno tiene su vida propia, como entresacada de las demás; claro que hay instantes en que estas vidas convergen, en que comparten un mismo universo, pero son los menos, porque cada cual, cada tipo, va evolucionando de manera distinta, a veces incluso retomando el inicio, recuperando el aire de nuevo. Y el lector lo sabe, es consciente desde el primer momento, y acompaña a cada uno de ellos de manera individual, porque no puede ser de otra manera, porque debe, y quiere, participar del juego que el autor pretende, descubrir a cada momento quien maneja la historia, o al menos, el hilo de la historia principal.
Y es que son estos tipos y la manera de narrar quien hace secundario el tema tratado, que resta importancia al contenido de la historia, aunque ésta se mantenga por si misma, que sea capaz de no necesitar nada más para llegar a lector de manera convincente y que incluso para muchos esto sea lo importante. Pero es que estamos ante una lección de narrativa, de narrativa con mayúsculas, pues desde el primer momento, esa página 13 en la que comienza la historia, Ojos que no ven se convierte en una fuente inagotable de perfecta literatura para el amante de la lectura. González Sainz sabe, como nadie, construir una historia, “engatusar” al lector (dicho sea de paso como alabanza), pues una vez que este comienza a leer le subyuga de tal manera que el texto avanza sin pausa, con delicadeza, no queriendo perder detalle alguno y prestando atención a cada palabra y cada signo de puntuación.
Pues merece también la pena hablar de los signos de puntuación, la destreza del autor a la hora de ubicarlos en los párrafos, incluso de hacer de estos una de las características principales de su narrativa. El autor logra que las frases se alarguen, se eternicen, lo que no significa que se hagan insufribles, al contrario, nos hemos acostumbrado tanto a las frases cortas, sencillas, que casi sentimos pavor hacia aquellas que tengan algo más que un sujeto, un verbo y un predicado. Y sin embargo encontramos en su prosa frases complejas que no se hacen eternas, ni siquiera aquellas que ocupan más de una docena de líneas, y que nos permiten acompasar la lectura, obligándonos a seguir con ella, a disfrutar de todo, de los sustantivos, los verbos, los adjetivos, los adverbios, los signos de puntuación... todo se hace necesario, hasta tal punto que en cuanto se llega a la última página, la 154, hay como una tentación (que conste que no soy el único que lo ha sentido) a volver a aquella página 13 inicial. No sé si por comprobar que lo sucedido es real, dentro de la historia novelada, o simplemente por volver a disfrutar de la lectura.
Es cierto, no voy a negarlo ahora, que acabo de decir que la historia es secundaria. Secundaria por el trato que González Sainz ofrece a la literatura, por supuesto, pero está muy claro que el autor domina sobremanera el arte narrativo y construye una novela que, a pesar de su tamaño, se puede definir como grande. Con ello está claro que va emparejada una historia consistente, bien contada, creíble, que hace partícipe al lector, incluso sobrecogedora en muchas ocasiones; hasta tal punto que resulta inevitable no tomar partido, no fruncir el ceño, apretar los dientes y sucumbir ante el destino de los protagonistas. González Sainz es tan consciente que parece suavizarnos la historia hasta la página 30 en la que ya no hay vuelta atrás y los personajes entran en una espiral que deja sin respiración, que parece ahogar al lector, que siente la presión ajena como si fuese propia. Sin embargo hay una atracción casi enfermiza, no tanto por continuar la historia sino, como decía al principio, por seguir con la lectura, por no dejar el libro a pesar de que este parezca quemar.
La perfecta construcción de la historia, y del libro, es tal que en la página 81 nos dará tregua, una tregua en la que, a pesar de estar presentes todavía los acontecimientos anteriores, nos permitirá tomar aire y esperar con expectativa qué es lo que va a suceder a continuación.
Estupenda novela. Hace un par de años tomé un café con un amigo soriano que acababa de comprarla, por conocer a su autor, y me la dió. Yo no concía a Gonzalez Sainz, pero me quedé subyugado por el mundo que crea en la novela y como hace al lector partícipe de ese mundo. Probablemente sea en gran parte gracias a la cuidada redacción y lenguaje, como resalta César.
ResponderEliminarLuis Nuevos Rumbos.
Tienes toda la razón Luis, no hay que olvidar que tiene ya un reconocimiento en el mundo de las letras. Fue Premio Herralde en 1995 con "Un mundo exasperado" que, reconozco, me costó leer bastante, luego con "Volver al mundo" demostró, si no lo había hecho ya antes, que es un narrador estupendo.En 2005 obtuvo el Premio de las Letras de Castilla y León. Es además profesor de literatura en la Universidad de Venecia y traductor de grandes escritores como Ceronetti y Magris. Y, por si fuera poco, es un gran tipo.
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