Este es uno de esos libros que se leen, al menos en sus primeras páginas, con la boca abierta y ese punto de asombro de quien tiene serias dudas de si lo que está leyendo es real (como lectura) o se trata simplemente de un juego onírico. Porque el mérito de un libro de este cariz no radica tanto en imaginárselo -a cualquiera se le ocurre que sean las ovejas quienes se dediquen a investigar el asesinato de quien les pastorea-, sino como en atreverse a escribirlo y hacerlo de manera que el lector no dude, salvo en ese principio, de si está o no bien de la cabeza leyendo lo que tiene entre manos.
Pero es que Leonie Swann nos ofrece una novela coherente, en la que los que sobran, o al menos están menos logrados, son los seres humanos, una novela en la que el lector oye los balidos, huele el frescor de la hierba y siente un irresistible deseo de masticarla. Con un lirismo a veces desconcertante, la prosa logra atraparnos desde el inicio haciéndonos cómplices de cada uno de los movimientos de sus lanudos personajes, hasta tal punto que en más de una ocasión los diálogos parecen tan nuestros como de Miss Maple, Othelo, Zora o Mopple.
Una novela que despide humor por los cuatro costados, que hace que su lectura no sea recomendable en público, o con mucha gente alrededor, si no se quiere ser tachado de estar bordeando la demencia. Ocurrente, hilarante y llena de sorpresas (sin olvidar ese punto de inteligencia irónica que hace interesante la espontaneidad) la historia logra que el interés no decaiga a lo largo de sus más de trescientas páginas gracias a ese tono de novela policíaca que atrapa casi tanto como el propio carácter de los ovinos protagonistas.
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