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domingo, 31 de mayo de 2020

SAN, EL LIBRO DE LOS MILAGROS. Manuel Astur



Acercarte a un escritor desconocido suele llevar emparejado un riesgo, por experiencia merece la pena, sobre todo cuando el acercamiento es intuitivo y no atraído por una campaña publicitaria de la que no eres consciente. Por mi profesión conocía la existencia de Manuel Astur por su primera novela Quince días para acabar el mundo, a la que no pude evitar echar un vistazo, pero faltó ese impulso que sí me ha dado "el libro de los milagros".
Desde la primera página descubrimos que el mundo de Manuel Astur es diferente, que te va exigir algo más que la mera concentración de los libros que cuesta entender, te va a exigir abrir tu mente, librarte de ideas preconcebidas y someterte al mandato de las palabras: "Somos las primeras palabras. Somos los que fuimos y los recién llegados. Somos la fiesta y la jornada de trabajo y somos el aburrimiento".
Así, con esas palabras empieza un texto arrebatador, fluido, vibrante, pero que no para de dar vueltas, de dibujar caminos que se bifurcan a cada recodo y que recuerdan que la literatura es maravillosa.
Y esto es  porque el autor construye un relato arriesgado, arriesgado y agresivo, del que el lector se siente confuso y atrapado. Primero porque a pesar de saber de qué va el libro, serían necesarias muchas páginas para explicar todo su desarrollo, para comentar algo sobre él sin darte cuenta de que hay muchas más cosas que se han obviado. Y segundo por que Manuel Astur escribe muy bien, sabe combinar con una maestría insospechada los diferentes registros de la narración, convirtiendo el texto en una suerte de lectura apasionada.
Sí, el protagonista es Marcelino, Lino para el lector, y lleva tras de sí la carga de un universo familiar y personal nada desdeñable, una carga que se ve acrecentada por la situación del entorno rural que bien refleja el autor. Pero hay más, muchas cosas más. Desde la pluralidad de los narradores que hacen tan ardua como bella la lectura, hasta los saltos temporales que antes que frenar el interés por seguir leyendo, acrecienta el deseo de conocer y participar en esa especie de juego narrativo en que se convierte la novela.
Y hay, por encima de todo, mucho de mítico, de tragedia, de leyendas y creencias rurales. Pero visto esto no como algo negativo, sino todo lo contrario, como el rescoldo de la riqueza que atesoran los pueblos para mantener su propia esencia, la de sus tradiciones, miedos y formas de vida. Porque también hay mucho de costumbrismo, de esa visión antropológica que nos muestra, a través de un pequeño agujero un mundo que nos es a la vez cercano y ajeno.
De tal forma que en muchas ocasiones más que leer parece que se está escuchando, a modo de susurro, diferentes cuentos al amor de una lumbre. El lector se convierte en el testigo privilegiado de una cultura del saber y el vivir, de la brutalidad de un entorno y unas formas de vida que parecen ajenas y, sin embargo, están justo a nuestro lado.
Manuel Astur necesita apenas ciento setenta páginas para construir una vida, un drama rural, un canto a la naturaleza (Reserva Natural del Neva), un universo propio y dar la sensación de que el lector lo tenía atesorado en su memoria como si lo narrado formase parte de uno mismo.
Una novela eterna, mágica, donde la realidad parece leyenda y donde lo mítico se hace tan presente como la vida. Pasado y presente se dan la mano en la construcción de una parte de nosotros mismos.




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