Cuando tienes muchas ganas de leer un libro tienes que tener la prudencia suficiente de calmar las ansias y leer con la suficiente tranquilidad para que la historia no se te atragante en las primeras páginas.
No voy a negar que durante las primeras cuarenta páginas cuesta mucho desprenderse del aura del propio autor, como si fuese él quien en primera persona suplantase a François, el protagonista. Pero también que en todo momento va creciendo el interés por lo que está a punto de suceder, por conocer, con todo lujo de detalles lo que está sucediendo en Francia.
Claro que es política ficción, mas llega un momento en que parece se olvida y entras en contacto con una fuente privilegiada, con alguien que te está contando los acontecimientos de primera mano, sin intermediarios. Y sucumbes, por supuesto que sucumbes, aunque hay más de un momento que te dan ganas de dar un empujón al protagonista, de que se decida y se lance hacia el destino para el que está señalado.
El autor no se conforma con crear una historia creíble, atrayente y seductora, crea además a unos personajes impactantes que parecen ir más allá de lo que narra el libro. Incluso existe la sensación de conocerlos más profundamente que los acontecimientos que protagonizan, llegando a imaginarlos en un futuro que va más allá de la página 281. François, Ben Abbes y Rediger forman un triángulo magnífico lleno de sorpresas llegando a potenciar la interacción con el lector.
Aunque sin duda alguna el mayor logro de Houellebecq es convencer a este, al lector, de que la narración está mucho más cerca de la realidad que de la ficción. Sucede todo de forma tan natural, sin atisbo de artificios, que parece perderse la noción de realidad mientras se tiene el libro entre manos. Y, lo que es aún mejor, una vez abandonado este se crean múltiples reflexiones a medida que noticias de una u otra índole muestran cierta sintonía con muchos de los acontecimientos que leemos en Sumisión.
Una novela que nos presenta al mejor Houellebecq, tan natural que a veces llega a confundir, incitándonos a confundir la narración y su personaje con el autor. Con esa fina ironía que el caracteriza y con un humor tan inteligente como peculiar el autor francés trata en todo momento de alertar no tanto de una futura islamización de Europa como del colapso que está padeciendo la cultura del viejo continente.