No, definitivamente leer a José Jiménez Lozano no es nada fácil, no resulta sencillo traspasar la tela de araña en que transforma su narrativa. Ya desde las primeras páginas se descubren los párrafos largos, sin puntos, en los que el lector llega a notar la extraña sensación de carecer del aire suficiente como para llegar a su final. Párrafos llenos de imágenes e ideas que se agolpan con tanta violencia como destreza.
Sí, claro que llega un momento en el que te sumerges en la prosa de Jimenéz Lozano que lo menos importante es lo que te dice, lo que te atrapa es la manera que tiene de expresar, de lograr que la literatura y el lenguaje se abran paso a borbotones, con una fuerza tal que ni siquiera el ímpetu de la lectura es capaz de seguir la velocidad de las ideas. Lo importante, aunque suene a frase manida, no es lo que nos cuenta, sino cómo lo cuenta.
Narrado en primera persona, salvo esos ligeros apuntes que ofrece Lisa, la novela (la describo como tal aunque sé hay muchas voces que claman contra dicha definición) nos transmite la inquietud que produce la guerra y sus consecuencia, la presión de pretender explicar y expresar acontecimientos y sentimientos, de acercar un pasado a quienes están muy lejos de él y se sienten confusos y repletos de preguntas que no saben si se pueden preguntar.
Confusos son también lo recuerdos del narrador, el tío Pedro -hay un desorden en las evocaciones que hace que la lejanía se amplíe en muchos momentos-, con una dualidad marcada entre lo cálido del hogar y la frialdad de la distancia ante muchos de los hechos dibujados por la memoria.
Aunque quizá la mayor demostración de la confusión quede marcada por el posfacio de Guadalupe Arbona Abascal, 36 páginas que no tiene otra función que explicar el desorden de las palabras del Tío Pedro. Tengo que señalar que frente a la indignación inicial ante dicho posfacio y las enormes ganas de no leer más allá de su título, sus palabras clarificadoras amortiguan dudas y despejan incógnitas que solo son presentes una vez desvelado aquel.
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