Resulta complicado volver a escribir por tercera vez sobre el mismo libro, sobre una historia compleja y rotunda que ha necesitado tres volúmenes para que se desarrollase tal y como su autor la tenía en mente. Sobre todo cuando me he obligado a escribir varios días después de cerrar el último de esos capítulos, para evitar que los sucesos vividos me afectasen a la hora de expresarme. Y cuando empiezan a dibujarse en mi mente instantes, incluso personajes, a los que tengo que dedicar un tremendo esfuerzo para situar en cada una de las partes de una trilogía a la que podría calificarse de brillante.
Vuelvo a decir que cada vez me gustan menos las historias que se presentan por entregas (en ellas no incluyo las sagas de personajes que muestran su propia vida a través de un buen número de títulos), esas historias que se estiran hasta la extenuación y en las que te invade la sensación de haber leído más páginas de las que necesitaba la historia.
Pero con "Versos, canciones y trocitos de carne" se me rompen todos los esquemas. No tanto por que he leído con gran satisfacción cada una de sus partes, sino por que he tenido que contenerme para no abalanzarme sobre sus páginas como si una especie de euforia de difícil explicación me invadiese nada más ver el libro (me sucedió con Dies irae y me ha vuelto a ocurrir con Consummatum est), como si de repente lo más importante del mundo fuese comprobar cómo iba a acabar la "batalla" entre Ramiro y Augusto.
Cualquiera de las definiciones, de los adjetivos usados en las anteriores novelas pueden recuperarse para definir esta última: inquietante, envolvente, acertada e inteligente. E incluso se podrían sumar muchos más alrededor de una narrativa con un ritmo frenético que crea la tensión perfecta para que el lector se involucre desde el inicio como un personaje más.
Serán los personajes, como sucedía en las dos anteriores novelas, los verdaderos culpables de la que la historia tenga una fuerza imparable, los que abran su mente al lector para que este sea capaz de imaginar con total soltura cada uno de sus pensamientos y, consecuentemente, sus movimientos. El retrato físico y psicológico que se ha ido perfilando en los capítulos anteriores adquiere aquí niveles tan elevados que casi seríamos capaces de adivinar cada uno de los personajes en una rueda de reconocimiento, siendo capaces de crear en nuestra mente sus miradas, gestos y poses, hasta tal punto que dirigiríamos nuestra mirada hacia la suya para cerciorarnos de que no equivocábamos nuestra sentencia.
Una narración que crece a medida que lo hace la historia, que congela el aliento y logra que el lector esté atento a cada palabra, cada susurro y cada expresión, tiene que ser considerada, cuanto menos, extraordinaria, pero cuando esto se logra en tres volúmenes de notable grosor la calificación bien puede elevarse sin parecer exagerado. Máxime cuando uno tiene la sensación, tanto mientras lee como cuando ha abandonado la lectura, que no sobra ni una coma, que no hay descripciones vacías de contenido cuyo única función es engordar más la novela o, lo que es peor, demostrar que hay un completo estudio y documentación.
César Pérez Gellida vuelve a regalarnos una novela con mayúsculas, una novela que remata una historia tejida a la perfección, en la que los giros inesperados vuelven a sucederse en su justa medida, no necesita sorpresas ni golpes de efectos para encandilarnos, para lograr que estemos en tensión a lo largo de sus casi setecientas páginas. La agilidad de la lectura no impide que observemos todo, hasta el más mínimo detalle, notando la humedad y el frío, los gritos y los susurros, las dudas y las confesiones, el sudor y el odio, toda una concatenación de sentimientos que afloran en cada una de las páginas del libro.
Una lectura ágil, que vuelve a fundamentarse en la tensión creciente, en el juego frontal entre unos y otros (por supuesto que no voy a decir quienes son unos, o uno, y otros, u otro), pero también en el dominio que demuestra el autor a la hora de quitar la voz del narrador para dársela a uno de los protagonistas.
Si en su momento opiné que Dies irae era incluso mejor que Memento mori (con la ventaja de que en esa segunda entrega sobraban muchas presentaciones), a estas alturas no sabría decantarme por ninguna de las tres, pues todas ellas forman parte de un todo que, visto en perspectiva, completa un fresco indisoluble y perenne.
No voy a negar que Consummatum est nos ofrece un nuevo personaje, Olafsson Ólafur, que está a la altura de todos los demás; que cuenta con un prólogo de Lorenzo Silva que hace innecesarias mis palabras; y que los hechos se aceleran vislumbrando un final que, como no puede ser de otra manera, acaba con esta tercera parte, de manera que podemos decir que en esta el ritmo narrativo se acelera hasta tal punto que tienes la tentación de parar para tomar el aire que parece ha desaparecido de las propias páginas del libro. Pero tampoco que todo ocurre en su justa medida para que la historia finalice, para que el enfrentamiento entre Augusto y Ramiro acabe.
Sin duda alguna la mejor noticia es la advertencia que aparece en la página 668 (no conviene leer hasta que llegue el momento) en la que no cierra la puerta a nuevas aventuras de algunos de los personajes de la novela, seguro que cada uno ha imaginado quienes pueden ser y en que contexto.
Serán los personajes, como sucedía en las dos anteriores novelas, los verdaderos culpables de la que la historia tenga una fuerza imparable, los que abran su mente al lector para que este sea capaz de imaginar con total soltura cada uno de sus pensamientos y, consecuentemente, sus movimientos. El retrato físico y psicológico que se ha ido perfilando en los capítulos anteriores adquiere aquí niveles tan elevados que casi seríamos capaces de adivinar cada uno de los personajes en una rueda de reconocimiento, siendo capaces de crear en nuestra mente sus miradas, gestos y poses, hasta tal punto que dirigiríamos nuestra mirada hacia la suya para cerciorarnos de que no equivocábamos nuestra sentencia.
Una narración que crece a medida que lo hace la historia, que congela el aliento y logra que el lector esté atento a cada palabra, cada susurro y cada expresión, tiene que ser considerada, cuanto menos, extraordinaria, pero cuando esto se logra en tres volúmenes de notable grosor la calificación bien puede elevarse sin parecer exagerado. Máxime cuando uno tiene la sensación, tanto mientras lee como cuando ha abandonado la lectura, que no sobra ni una coma, que no hay descripciones vacías de contenido cuyo única función es engordar más la novela o, lo que es peor, demostrar que hay un completo estudio y documentación.
César Pérez Gellida vuelve a regalarnos una novela con mayúsculas, una novela que remata una historia tejida a la perfección, en la que los giros inesperados vuelven a sucederse en su justa medida, no necesita sorpresas ni golpes de efectos para encandilarnos, para lograr que estemos en tensión a lo largo de sus casi setecientas páginas. La agilidad de la lectura no impide que observemos todo, hasta el más mínimo detalle, notando la humedad y el frío, los gritos y los susurros, las dudas y las confesiones, el sudor y el odio, toda una concatenación de sentimientos que afloran en cada una de las páginas del libro.
Una lectura ágil, que vuelve a fundamentarse en la tensión creciente, en el juego frontal entre unos y otros (por supuesto que no voy a decir quienes son unos, o uno, y otros, u otro), pero también en el dominio que demuestra el autor a la hora de quitar la voz del narrador para dársela a uno de los protagonistas.
Si en su momento opiné que Dies irae era incluso mejor que Memento mori (con la ventaja de que en esa segunda entrega sobraban muchas presentaciones), a estas alturas no sabría decantarme por ninguna de las tres, pues todas ellas forman parte de un todo que, visto en perspectiva, completa un fresco indisoluble y perenne.
No voy a negar que Consummatum est nos ofrece un nuevo personaje, Olafsson Ólafur, que está a la altura de todos los demás; que cuenta con un prólogo de Lorenzo Silva que hace innecesarias mis palabras; y que los hechos se aceleran vislumbrando un final que, como no puede ser de otra manera, acaba con esta tercera parte, de manera que podemos decir que en esta el ritmo narrativo se acelera hasta tal punto que tienes la tentación de parar para tomar el aire que parece ha desaparecido de las propias páginas del libro. Pero tampoco que todo ocurre en su justa medida para que la historia finalice, para que el enfrentamiento entre Augusto y Ramiro acabe.
Sin duda alguna la mejor noticia es la advertencia que aparece en la página 668 (no conviene leer hasta que llegue el momento) en la que no cierra la puerta a nuevas aventuras de algunos de los personajes de la novela, seguro que cada uno ha imaginado quienes pueden ser y en que contexto.