Cada vez me resulta más complicado encontrar títulos que logren despertarme algo más que una sonrisa. Es cierto que muchos de mis autores favoritos lo son por contar entre sus virtudes el perfecto manejo del juego irónico y suelen obligarme a estar más atento y, por que no decirlo, a sentirme cómplice con situaciones que se van gestando a lo largo de sus publicaciones.
Por eso suelen atraerme los libros que muestran la posibilidad de un humor tan necesario en todo momento, pero posiblemente más en estos extraños tiempos que nos ha tocado vivir. Por supuesto que muchos no logra llegar a la orilla de sus pretensiones y a las pocas páginas las ocurrencias y las situaciones divertidas dejan de serlo por repetitivas o falta de ingenio. O puede suceder que a fuerza de repetir muchos tópicos el interés se pierda por el deseo de algo más que un entretenimiento vano.
Con el libro de Daniel Gascón tenía cierto miedo a que sucediese esto último, y -por si alguien se deja influenciar por las primeras páginas- pareció hacerse realidad al principio donde, es cierto, salían a relucir trillados tópicos del choque entre el mundo urbano y el rural, o al menos el modo de enfrentarse a lo cotidiano de quien quiere adaptar el pueblo a su visión urbana. Incluso la mayor parte de los sucesos no eran nuevos, como si estuviesen sacados de otros libros o series de televisión.
Por suerte se entreveía algo entre los golpes y las ocurrencias, había algo en los personajes, en las descripciones y en los diálogos que permitían no perder la esperanza y ver como continuaba el libro (hablamos de las primeras páginas, las de un diario en el que se materializaban únicamente las formas de ver del mundo unipersonal del protagonista). Y de repente, cuando son nuevas las voces que muestran los acontecimientos, cuando la narrativa varía en su forma de mostrarse al lector, cuando comienzan a "pasar cosas", cuando el universo de La Cañada y de sus habitantes comienza a adquirir un nuevo tono.
Un nuevo tono que no pierde el humor, ni siquiera el disparate, pero ambos se unen para que sea la ironía la que dibuje un espacio concreto que poco a poco se va universalizando, dejando de contener una crítica hacia una visión del mundo y su realidad, a una multiplicidad de visiones, señalando los aciertos y errores de cada una, permitiendo que se asomen aquellos que no suelen aparecer salvo por estadísticas manipuladas.
Daniel Gascón no solo demuestra que conoce la dualidad campo- ciudad, urbano- rural, sino que es capaz de poner enfrente las distintas maneras de poder observar los mismos acontecimientos. Es cierto que la manera que utiliza para expresarlo puede correr el riesgo de que el verdadero interés quede semioculto, pero también que quien llegue a Un hipster en la España vacía lo va a hacer con un amplio recorrido y buscando un entretenimiento, sí, pero también algo más.
Risas, debates, visiones, miedos, aciertos y realidades en una novela que, aunque se puede leer de una sentada, es conveniente seguir el ritmo que marcan las pausas impuestas por el propio autor.
Con el libro de Daniel Gascón tenía cierto miedo a que sucediese esto último, y -por si alguien se deja influenciar por las primeras páginas- pareció hacerse realidad al principio donde, es cierto, salían a relucir trillados tópicos del choque entre el mundo urbano y el rural, o al menos el modo de enfrentarse a lo cotidiano de quien quiere adaptar el pueblo a su visión urbana. Incluso la mayor parte de los sucesos no eran nuevos, como si estuviesen sacados de otros libros o series de televisión.
Por suerte se entreveía algo entre los golpes y las ocurrencias, había algo en los personajes, en las descripciones y en los diálogos que permitían no perder la esperanza y ver como continuaba el libro (hablamos de las primeras páginas, las de un diario en el que se materializaban únicamente las formas de ver del mundo unipersonal del protagonista). Y de repente, cuando son nuevas las voces que muestran los acontecimientos, cuando la narrativa varía en su forma de mostrarse al lector, cuando comienzan a "pasar cosas", cuando el universo de La Cañada y de sus habitantes comienza a adquirir un nuevo tono.
Un nuevo tono que no pierde el humor, ni siquiera el disparate, pero ambos se unen para que sea la ironía la que dibuje un espacio concreto que poco a poco se va universalizando, dejando de contener una crítica hacia una visión del mundo y su realidad, a una multiplicidad de visiones, señalando los aciertos y errores de cada una, permitiendo que se asomen aquellos que no suelen aparecer salvo por estadísticas manipuladas.
Daniel Gascón no solo demuestra que conoce la dualidad campo- ciudad, urbano- rural, sino que es capaz de poner enfrente las distintas maneras de poder observar los mismos acontecimientos. Es cierto que la manera que utiliza para expresarlo puede correr el riesgo de que el verdadero interés quede semioculto, pero también que quien llegue a Un hipster en la España vacía lo va a hacer con un amplio recorrido y buscando un entretenimiento, sí, pero también algo más.
Risas, debates, visiones, miedos, aciertos y realidades en una novela que, aunque se puede leer de una sentada, es conveniente seguir el ritmo que marcan las pausas impuestas por el propio autor.
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